Gianni Nigro

Villa Quercinettini


Tapa
Capitulo 2
Capitulo 1 – El Nacimiento de Ned

Para ese bautismo habìan llegado de todos lados del mundo, no faltaba ninguno, mejor dicho, no faltaba ninguno excepto dos personas, el tìo Max (asì habìa querido ser siempre llamado el tìo Sandro, antes de partir para la lejana América), y el verdadero protagonista, es decir, el que estaba por nacer, que de salir al tòrrido mundo de aquél calurosisìmo verano propio no querìa saber. Verdaderamente las noticias sobre el tìo Max faltaban desde hace mucho tiempo. Y también el pequeño Ned se sentìa preocupado. Oìa, muy atenuadamente a través de las aguas, las voces de sus padres y aquélla de los jòvenes médicos que se escondìan en la sala de su madre cada vez que lograban escapar a la vigilancia de los jefes médicos. Su madre y los jòvenes médicos habìan hecho juntos la Universidad de Pisa y se conocìan desde hace años y discutìan siempre de ciclismo, su madre, laica y con ascendencia nòrdica tomaba partido por Coppi, los jòvenes médicos ya sea por solidaridad toscana, ya sea, y sobretodo, parar conquistarse la simpatìa de las monjas y hacer carrera, se ponìan todos incondicionalmente de la parte de Pio Bartali. Ned conservaba una còmoda neutralidad para no agregar un caso de incompatibilidad materno fetal a su madre que ya era sumida en problemas a causa de su pelvis estrecha (esta era la versiòn de los médicos) que habìan causado una semana de atraso del parto al punto que Ned temìa, después de dìas y dìas de inùtiles esfuerzos, de ver escrito sobre su documento de identidad, en señas particulares: naciò cansado.
La pasiòn por la radio la tenìa ya antes de nacer y se consolaba escuchando la radio, aquélla graznante enfàtica voz que quién sabe de donde narraba las mìticas empresas de Coppi y Bàrtali en el Tour de Francia.
Escuchaba las preocupaciones de los familiares, que se preguntaban donde andarìa el tio Max. Alguien decìa “no te preocupes, se habrà encontrado una linda criolla y no piensa màs a nosotros!”, pero otros hipotizaban que le fuese sucedido alguna cosa fea y entonces: “quién nos puede avisar?”. Y Ned pensaba que si hubiera tenido màs medios a su disposiciòn, no habrìa vacilado un minuto en ir èl, màs allà del Ocèano, a buscar el tìo Max. Por otra parte ya se sentìa encima, el pequeño Ned, las irreflenables ganas de viajar y descubrir el mundo.
Oìa también la voz de su padre, que trabajando en calidad de farmacista en el hospital, venìa cada cinco minutos y frecuentemente se desahogaba contra el oficio alienante, segùn él, que era obligado a hacer, y después se iluminaba hablando de pintura, de la embriaguéz artìstica que le recorrìa de la cabeza a los piés cuando a la noche se encerraba en su estudio a maniobrar con colores, escuadras, reglas y pinceles con la certeza de desfondar nuevas fronteras.
Pero Ned en aquéllos tiempos era todo concentrado en pasar otra frontera y tuvieron que practicar la cesàrea a su madre para hacerlo salir de aquélla trampa y enseguida conociò el desmesurado cariño de su abuela que empezò a bendecirlo y a murmurar peticiones para Ned y a mostrarlo como mercaderìa rara a todas las enfermeras que se juntaban en torno. A Ned las enfermeras le parecìan una màs fea que la otra. Era hermosa solo su abuelita.
El mar de la ciudad de la casa de la glicina



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